4/9/17

Llenos de Cristo... Midelt-Tattiouine

Todos los veranos “salen de su tierra” muchos jóvenes y adultos, con ganas de conocer y acompañar a otros hermanos culturalmente distintos y que a menudo viven en circunstancias que les hacen vulnerables en aspectos como la seguridad, la supervivencia, la educación o la sanidad. Yo misma pertenezco a este grupo, como también los compañeros Antonio, Alba, María, Raúl y Francesca (FMM), quienes desde el 13 de agosto y hasta el día 28 del mismo mes nos aventurábamos en una nueva experiencia en Marruecos conducidos por el misionero javeriano Rolando Ruiz. Pero la experiencia de este verano iba a presentar dificultades añadidas. Por ejemplo, en mi caso, profesional de la comunicación, me inquietaba un poco eso de no conocer ni el francés ni el árabe, y tener que ingeniármelas para “hablar” y “expresar” sin ayuda de la palabra.
A los pocos días de llegar a Marruecos, la expedición se trasladó a Tattiouine, un pequeño poblado en las montañas del Alto Atlas, habitado por familias bereberes semi-nómadas. Allí conocimos a la comunidad de Franciscanas Misioneras de María formada por Sor Bárbara y Sor Marie, dos mujeres valientes y humildes que asisten a sus vecinos con un dispensario médico y que preparan cada verano un campamento para niños y niñas. Nosotros apoyamos y colaboramos en todo lo que las hermanas, junto a tres monitoras oriundas Khadija, Fatima Zhara y Aziza, habían preparado. Bien, y ahí llegó ciertamente el momento más temido para mí: atender a aquellos niños y jóvenes sin entenderles. Recuerdo que en la primera reunión de equipo me puse muy nerviosa, había que traducir todo lo que íbamos expresando al francés, al español o a ambos, y eso me exasperaba, y me daba sueño. Además muchas moscas revoleteaban a mí alrededor, se posaban en mis brazos, en mis piernas, ahora en una oreja, ahora en la otra… y yo me la pasaba esquivándolas o espantándolas, me distraían. Hasta que llegó una un poco más grande, y decidí fijarme en lo que hacía. La verdad es que se paseó un ratito sobre mi piel, yo apenas la percibía, era como si caminara de puntitas para no molestar, no era tan feo tenerla ahí, pensé. Así que volví a la conversación principal de aquella reunión, pensando que más valía dejarme llevar y empezar a sentir con el corazón y con la piel. Opté por fijarme en aquellos rostros, y en lo que decían aquellas miradas. Fue ahí donde leí acerca de la ilusión, la energía y las ganas de trabajar en equipo. 
Luego llegó el contacto directo con los muchachos, y aquello ya fue un verdadero manantial de comunicación y expresión, sin mediar palabra… o al menos palabra comprensible para ambos. Sin duda, aprendí algo de árabe (dariya), de bereber y de francés, pero aprendí también que los besos curan las dificultades, que los abrazos rompen muros,  que las sonrisas son un auténtico diccionario y que cogerse de la mano es la conversación más bonita y sincera del mundo. Vienen a mi cabeza tantos nombres… Mohammed, Hassan, Oumar, Myriem, Bushra, Farah, Hana. Y todos ellos me hablan de comunión, de una comunión que es capaz de pasar por encima de nuestras creencias, de nuestros miedos, de nuestros prejuicios.
Nos descalzábamos cuando la familia de Sharif nos acogía en su casa para compartir una cena. No bendecíamos la mesa antes de comer, pero comíamos en el nombre de Dios (Bismillah). No rezábamos juntos, pero comíamos de un mismo plato dispuesto para hacerlo todos a la vez. No habían vasos suficientes para todos, pero nos preocupábamos por que tuviéramos cada uno agua para beber. O té, un té hirviendo que regula la temperatura del cuerpo, pero que, además, te hacía sentir integrado y en completa sintonía con un pueblo que presuponíamos tan diferente al nuestro. A través de Sharif, Hazna, Khadija o Fatima Zhara vivimos un encuentro muy especial, un encuentro que nos acercaba a Dios, y que producía en cada uno de nosotros un delicioso asombro: el asombro de sentirse amados por un mismo Padre. No puedo obviar, que fue en el transcurso de estos días que conocimos la noticia del atentado terrorista en Barcelona y Cambrils, ciudades tan cercanas a mi hogar habitual… Y este acto lleno de terror y odio, no pasó por alto en nosotros. “Los responsables eran todos marroquís” indicaban algunos titulares. ¡Qué tristeza! ¡Qué impotencia! Y qué casualidad estar justo allí en ese momento. ¿Qué lectura debíamos hacer de tal situación? No faltaron algunas muestras de solidaridad por parte de nuestros eventuales vecinos. Marruecos no me habló de terror, hice amigos musulmanes, y sus gestos fueron siempre de acogida y de respeto. Cuando pones nombres a las personas (y no etiquetas) comprendes que el bien y el mal no tienen raza, ni religión, ni nacionalidad, ni idioma.
Por suerte, el amor es el idioma universal. Un idioma que aprendí a manejar mejor gracias a los ejercicios espirituales que realizamos en el Monasterio de Notre Dame de l’Atlas (Midelt). Un idioma que, paradójicamente, aprendí en casi-completo silencio, pues mis compañeros y yo vivimos unos días maravillosos en diálogo íntimo con Dios. Sé que cada uno de ellos trajo a Marruecos ciertas heridas en el corazón, yo misma arrastraba algunas. Varias de estas heridas, empezaron a cicatrizar con el tierno baño de comunión en Tattiouine. Luego, una vez llegados a Midelt, los ejercicios fueron como pasar por la enfermería. Y es que ninguno de nosotros, tampoco tú que me lees, vivimos en una felicidad perpetua. Todos hemos sufrido, todos hemos pasado el trago amargo del dolor, de la decepción, de la tristeza absoluta. Dialogar con Dios, y fijarme en su humanidad (“Sintió pavor y angustia” Mc. 14, 32-36) me ayudaron a darme cuenta de que, pese a todo, Él me ama, me consuela, cuenta conmigo y me necesita en el frente de la batalla. Recrearnos en el dolor, nos retiene y paraliza en perpetua enfermería.
Este diálogo, me hacía comprender más y mejor el espíritu con que los monjes cistercienses oraban y trabajaban por un ambiente de profunda comprensión, solidaridad y afecto con sus vecinos musulmanes. Sin duda el Espíritu de Tibhirine. ¿Os suena? En marzo de 1996 el GIA (Grupo Islámico Armado) secuestró en Tibhirine, Argelia, a siete monjes cistercienses, cuyas cabezas aparecieron en una cuneta. De aquella pequeña comunidad solo sobrevivieron dos monjes, uno de ellos, Jean-Pierre Schumacher, reside hoy en el Monasterio de Notre Dame de l’Atlas de Midelt. Conversamos con él, y apreciamos su testimonio. Sabían del peligro que entrañaba su permanencia en Argelia, y aun así decidieron quedarse. Al frente de la batalla. Una batalla que habían lidiado teniendo como referencia a la Virgen María, y fijándose especialmente en el momento en que ésta visitó a su prima Isabel. Según el texto evangélico (Lc. 1, 39-56), la presencia de Jesús es sentida sin verle directamente. Y así es como los cristianos evangelizan entre musulmanes: sin presentarlo abiertamente, sin hablar de Él directamente. Las hermanas Marie y Bárbara, y los monjes del monasterio, como tantos misioneros que han hecho de Marruecos su hogar, viven su fe llenos de Cristo. Como María, amando y sirviendo pese a todo aquello que no comprenden. Su Gracia, les basta. Ha sido un auténtico honor convivir con todos ellos, y también con mis compañeros de misión, a quienes agradezco el apoyo y el cariño incondicional en unos días intensos para llenarse de Cristo.

Blanca Serres Marco – Tarragona



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